Sabato, 23 Luglio 2011 20:42

La singularidad del cristianismo como religión de la alteridad (Faustino Teixeira)

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El presente artículo es la conclusión del libro del mismo autor titulado «Teología de las religiones. Una visión panorámica», publicado por la Editorial Abya Yala y la Agenda Latinoamericana en Quito, Ecuador, 2005.

(Original en portugués en Ediciones Paulinas de São Paulo: «Teologia das religiões. Visão panorámica»). Para esta edición telemática en la RELaT el autor ha tenido la gentileza de redactar un «postcriptum» (véase al final del texto) en el que hace referencia a los últimos desarrollos de su pensamiento en esta rama teológica que en la actualidad vemos tan viva y tan en crecimiento.

A. Más allá del exclusivismo y del relativismo

Si, por una parte, la dinámica dialogal convoca al creyente a romper con el absolutismo exclusivista, por otra, nos alerta contra el peligro del relativismo y la indiferencia religiosa. Pero en nombre de la crítica al indiferentismo religioso, hace largo tiempo presente en la reflexión crítica del Magisterio de la Iglesia, se esconde a veces una dificultad difícil de pensar teológicamente de forma original. El camino del nuevo ecumenismo está más allá del fundamentalismo exclusivista y del relativismo indiferentista. Evitando tanto el atrincheramiento solipsista como la fuga de la identidad, implica la asunción de una «segunda ingenuidad»[1] en relación con la propia tradición, aliada a una genuina apertura a la alteridad. «La mejor manera de encontrarte a ti mismo y de encontrar la verdad del camino de tu tradición es que te afirmes en el propio amor, pero exponiéndote a la vez a otros caminos, a otros itinerarios, a otras tradiciones»[2]. Esta actitud mantiene unidas tres virtudes generalmente separadas: la virtud del propio amor y de la propia dignidad, la virtud de la radical apertura a otras tradiciones diferentes y la virtud de la universalidad ética animada por un sentido de justicia.

B. La identidad cristiana como convocación a la apertura

No hay contradicción entre el imperativo de la apertura y la identidad cristiana en su singularidad. Al contrario, «es a partir del centro mismo del mensaje cristiano, es decir, a partir de la manifestación de Dios en la particularidad histórica de Jesús de Nazaret y a partir de la práctica del Jesús crucificado, como encontramos la prueba del carácter necesariamente dialogal del cristianismo»[3].

El hecho de esta manifestación de Dios en la particularidad de Jesucristo no elimina la paradoja de Dios como Totalmente Otro, más bien lo contrario: esa paradoja se profundiza. Como indica Paul Ricoeur, «la figura de Cristo no me parece que limite el significado de lo que denominamos Dios, sino que en cierta manera aumenta su enigma, su misterio»[4].

Para algunos teólogos pluralistas, sólo puede haber un diálogo real cuando se supera el modelo cristocéntrico y se adopta una perspectiva teocéntrica, en la que Cristo deja de ser el centro en torno al cual giran las diversas religiones, para dar lugar a la centralidad del misterio de Dios. Este cambio de paradigma acaba por cuestionar la normatividad de la cristología: Jesús deja de ser exclusivo y normativo, asumiendo la condición de teocéntrico entre otros mediadores, una «manifestación (sacramento, encarnación) universalmente relevante de la revelación y la salvación divinas»[5].

La cuestión que aquí se plantea es si, de hecho, este cambio de paradigma es una condición imprescindible para un camino dialogal. Creo que la dirección adoptada por los teólogos inclusivistas abiertos excluye esta condición. Desde el núcleo de esta última perspectiva se consigue responder satisfactoriamente a la cuestión legítima y fundamental del respeto y de la apertura a los otros sin caer, sin embargo, en los límites del relativismo. Un inclusivismo que parte de la conciencia del acontecimiento cristológico como punto culminante del acontecimiento revelador de Dios, sin llevar a una actitud de beligerancia, de predominio excluyente o competitiva, que favorezca una auto-comprensión cristiana consciente del «régimen de don y gratuidad» de la revelación de Dios, que invita a todo el mundo a una permanente apertura y «verdadera modestia»: «el Dios que aquí se nos revela no aparece nunca como posesión propia ni salvación exclusiva sino como aquél que mantiene su trascendencia gratuita e intrínsecamente destinada a todo el mundo»[6].

El núcleo de la cuestión no reside en la normatividad de la cristología -este es un punto pacífico para los inclusivistas abiertos-, sino en la confusión entre «la universalidad de derecho de Cristo como Verbo encarnado y la universalidad del cristianismo como religión histórica»[7]. Una teología cristiana responsable tiene que mantener la normatividad de la cristología, pero evitando la tentación del cristomonismo y profundizando en su dimensión neumatológica. En este campo hay una serie de reflexiones muy singulares que están en proceso[8]. El carácter esencialmente dialogal del cristianismo es una consecuencia del núcleo del mensaje cristiano: la manifestación de Dios en la particularidad histórica de Jesús de Nazaret.

La cuestión de la verdad del cristianismo no puede confundirse de ahora en adelante con la cuestión de su superioridad[9]. La propia comprensión del cristianismo, su identidad (singular y relativa), sólo puede entenderse actualmente en relación, no prescindiendo de las otras religiones. «Vivir la fe en la era del diálogo interreligioso nos enseña a pensar en el absoluto que reivindicamos como un absoluto relacional y no como un absoluto de exclusión o de inclusión»[10]. Como religión histórica, el cristianismo debe abandonar la pretensión de «incluir» las otras religiones. Esa síntesis pertenece a Dios[11]. Los cristianos deben «aproximarse a estas tradiciones con gran sensibilidad», mantener un «estrecho contacto», crecer en su conocimiento y ejercitar una experiencia práctica de diálogo (DA 14). Sólo así, en la estima y el respeto por su alteridad, estarán preparados para el dinamismo evangelizador (DA 73c). Y de cara a un anuncio auténticamente evangélico, deberán estar atentos a una pedagogía adecuada, descrita claramente en el documento Diálogo y Anuncio: seguir la vía del Espíritu, dejarse guiar por la pedagogía divina, con las cualidades propias del Evangelio y en estrecha unión con Cristo[12].

C. La misión como testimonio a favor del Reino

A lo largo de todo este trabajo se ha podido constatar que la fórmula tradicional «fuera de la Iglesia no hay salvación» ha perdido su cualidad de «evidencia institucional». La Iglesia católica, sobre todo a partir de la primavera conciliar, no sólo ha empezado a reconocer de forma más evidente los valores de las otras tradiciones religiosas sino también a percibir la acción universal del Espíritu, que actúa más allá de los límites de la Iglesia. Pero esta nueva percepción supone, de hecho, una reevaluación de su papel. Y esto no se hace sin una profunda revisión de las «certezas» habituales y de las prácticas misioneras en curso[13]. Esto no hace que la Iglesia pierda su singularidad e importancia sino que es llamada a vivir su identidad con un nuevo estilo, en el que la dinámica del testimonio y del servicio pasa a un plano de mayor y fundamental importancia.

El impulso misionero de la Iglesia no pierde su sentido cuando se vive en clima de apertura dialogal, sino que adquiere un nuevo significado. Se toma conciencia de que el dinamismo evangelizador no se realiza nunca en un vacío soteriológico porque «el Espíritu de Cristo está presente y actúa entre quienes escuchan la Buena Nueva, incluso antes de que empiece la acción misionera de la Iglesia» (DA 68). La historia de la salvación no empieza con la llegada del agente evangelizador, como si entre los pueblos no evangelizados hubiera simplemente un «deseo» de la verdad de Dios, después respondido por el entusiasmo del misionero (RM 44), que propiciaría el acontecimiento de la conversión y del bautismo, como sacramento de la «instauración» de los vínculos reales e inseparables con la Trinidad» (RM 47). Más bien, la respuesta a la oferta de la salvación ya se da por medio de la «práctica sincera de las propias tradiciones religiosas, en la medida en que contienen auténticos valores religiosos» (DA 68 y 29).

En esta perspectiva, la misión evangelizadora de la Iglesia no consiste tanto en conducir necesariamente a la conversión[14] y al bautismo sino sobre todo al testimonio vivo del Reino de Dios, que brilla más allá de sus fronteras. «La vocación permanente de la Iglesia no consiste en la extensión cuantitativa de sus miembros sino, en diálogo y colaboración con todos los seres humanos de buena voluntad (que pueden pertenecer a otras religiones o familias espirituales), revelar y promover el Reino de Dios que ya empezó a inaugurarse en los primeros instantes de la creación»[15]. Su misión, antes que convertir a los miembros de las otras religiones a esta religión particular que es el cristianismo, consiste en convertirlos «a la incondicionalidad de la revelación final»[16].

Esta centralidad del Reino en el testimonio misionero no significa una simple horizontalización o secularización de su significado, ni lleva a una marginación o menosprecio de la Iglesia sino que provoca una nueva conciencia eclesial: la de una Iglesia que se dedica totalmente «a testimoniar y a servir al Reino» (RM 17), una Iglesia seguidora de Jesús, portadora de la gramática de su sueño fraterno y que proclama a Jesús con palabras pero sobre todo con obras[17], una Iglesia que con su testimonio sazonado con las actitudes propias del Evangelio sea un reto a fin de que todos puedan ir hacia el misterio del Dios de la Vida.

El sentido de la misión está enriquecido por un sentido amplio de evangelización, que no puede restringirse a una de sus dimensiones, la del anuncio. Evangelizar, como subraya Pablo VI en Evangelii nuntiandi, es «renovar a la humanidad misma» (EN 18). Esta comprensión más amplia de la evangelización repercute en la manera de concebir la misión, ahora entendida como trabajo de afirmación del Reino de Dios en la historia, de manifestación de la riqueza y radicalidad del amor de Dios a todos los seres humanos. Se trata de una invitación, dirigida a todo el mundo, a compartir la comunión en el futuro de Dios, a difundir un nuevo aliento vital. Según el teólogo Jürgen Moltmann, la misión no puede confundirse con la difusión del imperio cristiano o la dilatación de las Iglesias cristianas sino que significa el trabajo de favorecer la «nueva creación de todas las cosas», la invitación a aceptar la vida, afianzarla, defenderla, en comunión con los demás, contra todas las «tecnologías» de muerte que le impiden brillar en el espacio de la creación[18]. La identidad cristiana no queda así comprometida sino relativizada. Si los cristianos están animados por la presencia fraterna y universal de Jesús y de su sueño, si viven esa realidad como una experiencia de amor, es natural que quieran compartir ese sueño con los demás. La misión consiste en compartir con los demás la alegría de conocer y seguir a Jesús. Ante todo es el resultado de una experiencia de amor y no simplemente de un mandamiento (DA 83). El reto consiste en proclamar a Jesús, sin que esto signifique desconocer o relativizar las experiencias religiosas compartidas por los «amigos» de las otras tradiciones o renunciar a enriquecerse con ellas. No se quiere negar la singularidad del anuncio, que es permanente, sino reconocer que tiene una prioridad lógica e ideal y no necesariamente temporal.

El anuncio de la Iglesia debe ser Buena Nueva que riega y no inunda el universo del otro, respetuoso de la presencia y de la acción del Espíritu que actúa en su medio. Mediante este anuncio solidario, que transforma a los interlocutores, puede darse una decisión de cambio de situación espiritual o religiosa: «unos se harán cristianos, otros se someterán a un cambio real sin cambiar de religión. La forma mediante la cual se hará la transformación es un misterio para nosotros»[19]. Así todos continúan en común el «viaje fraterno», como compañeros de camino, hacia el horizonte trascendente establecido por Dios para los seres humanos.

Post scriptum

O meu livro sobre a teologia das religiões foi publicado em 1995 no Brasil. Só agora sai a bem cuidada tradução espanhola, totalmente revista e ampliada, na coleção Tempo Axial da editora Abya Ayala, sob os cuidados do grande amigo José Maria Vigil. Nesses quase dez anos de reflexão sobre a temática da teologia do pluralismo religioso muitas mudanças foram ocorrendo em meu coração e novas articulações teóricas foram sendo gestadas na minha caminhada envolvendo esta questão. Um dos aspectos mais decisivos para esta mudança, que está em curso, foi o aprofundamento da questão da irreversibilidade e irrevogabilidade das outras tradições religiosas; sobretudo o respeito crescente à dignidade da alteridade e a percepção cada vez mais clara e translúcida do pluralismo religioso de princípio ou de direito. Não há como manter uma autêntica sensibilidade dialogal e uma honrada abertura ao outro com perspectivas teológicas acanhadas e inibidoras, que não conseguem visualizar a alteridade senão enquadrando-a em seu horizonte particular. É o que tem feito o inclusivismo nos seus vários matizes. Tenho verificado que mesmo entre os teólogos inclusivistas mais abertos há uma dificuldade muito grande de acompanhar e captar os desdobramentos necessários que envolvem uma real acolhida do pluralismo de princípio. São bloqueios arraigados, processados ao longo de várias décadas de reflexão eclesiológica e cristológica naturalizadas. Não há muito espaço para questionamentos novidadeiros.

Eu recebi em 2003 uma crítica que me fez pensar. Em artigo publicado na revista brasileira Tempo e Presença, o teólogo protestante e amigo, Paulo Ayres Mattos, lamentou a ausência de uma “teologia das religiões produzida para atender aos desafios do diálogo inter-religioso em nosso contexto latino-americano”[20]. Ele mostrou como as tentativas de elaboração de uma tal teologia ainda estão presas aos parâmetros específicos da religião cristã, mesmo que movidas pelas melhores intenções ecumênicas. Ele cita uma passagem do meu livro sobre a teologia das religiões onde defendo a legitimidade e a plausibilidade do caminho empreendido pelos inclusivistas abertos: “um inclusivismo que parte da consciência do acontecimento cristológico como ponto culminante do evento revelador de Deus (...).” Mas adverte sobre a necessidade de uma reflexão teológica sobre as religiões que respeite radicalmente o outro, o diferente, em seu direito de existir. E indaga: “No encontro ecumênico com o diferente/outro todas as partes envolvidas no diálogo inter-religioso são desafiadas a se reconhecerem, aceitarem, e afirmarem suas diferenças religiosas enquanto tais, sempre como manifestações de diferentes práticas e compreensão de suas relações com o sagrado, repelindo toda tentativa de se querer reduzir o outro diferente à semelhança de si mesmo”[21].

Hoje aceito com tranqüilidade esta crítica movida à minha reflexão e tenho percebido nos meus últimos artigos uma articulação teórica mais sintonizada com esta abertura plural. Tenho buscado mostrar em minhas análises o valor imprescindível das convicções religiosas dos diversos participantes do diálogo inter-religioso, e que tais convicções fundam-se em experiências autênticas de revelação. Não deixo de apontar o valor e a riqueza das convicções pessoais, das quais também partilho enquanto cristão, mas tenho chamado sempre a atenção para o risco de absolutizar o testemunho particular e universalizá-lo como dado objetivante e necessário para todos. Como muito bem mostrou o teólogo metodista Wesley Ariarajah, não se pode usar a confissão cristã sobre a dimensão salvífica de Jesus Cristo como base para negar outras confissões de fé, que são igualmente sagradas para os seus adeptos: “por mais verdadeira que seja nossa experiência, por mais convencidos que estejamos de uma confissão de fé, temos que situá-la como confissão de fé e não como uma verdade em sentido absoluto”[22]. Aqui está a chave da questão: temos que reconhecer a nossa experiência de fé como um confissão existencial verdadeira e fundamental para nós cristãos, mas que não pode ser absolutizada como verdade universal para todos os demais. Outros importantes teólogos cristãos contemporâneos, como Christian Duquoc e Roger Haight, têm mostrado a importância essencial do reconhecimento do “direito à diferença”, de se levar mais a sério aquilo que as religiões têm de mais íntimo, e não simplesmente indicar que o que elas têm de mais legítimo é o “crístico” que nelas está escondido. Há que honrar, e com razão, a singularidade e originalidade das diferentes tradições religiosas.

Hoje concordo plenamento com Roger Haight sobre a necessidade de um passo necessário para além do exclusivismo e inclusivismo e a manutenção de um espaço aberto para o senso do mistério transcendente de Deus. Concordo também com Dupuis, quando fala que nossa terminologia teológica está eivada de um “vocabulário deletério” com respeito aos outros. Há que purificar nossa linguagem teológica e trilhar caminhos novos na reflexão. Se fosse hoje retomar a reflexão de meu livro, diria mais corretamente que a consciência do acontecimento cristológico é, para os cristãos, um ponto decisivo do evento revelador de Deus, embora a dinâmica reveladora atue por outros caminhos que são misteriosos. Não há como negar que a afirmação que anima nossa fé cristã, de que Deus se revelou em Jesus de forma decisiva, é um “enunciado de fé”, mas não uma constatação que se imponha para além de nossa fé professada, como objetivante para todos os crentes e não crentes[23].

Em sintonia fina com a reflexão de Roger Haight, estou plenamente de acordo com o valor normativo de Jesus Cristo para a apropriação cristã da realidade última. Jesus é para os cristãos o “ícone de Deus” (Geffré), do Deus vivo que é surpresa permanente e que se manifesta também nas inusitadas veredas da história religiosa da humanidade. A história do diálogo inter-religioso tem favorecido aos cristãos a percepçao de aspectos originais e novidadeiros nas diversas formas de sintonia com Deus, o que faz com que o pluralismo religioso seja percebido como um dado rico e positivo. Concordo com Haight quando diz que “os cristãos hoje podem relacionar-se com Jesus como normativo da verdade religiosa acerca de Deus, do mundo e da existência humana, convictos, ao mesmo tempo, de que também existem outras mediações religiosas que são verdadeiras e, portanto, normativas”[24]. Esta é uma tese coerente e legítima para quem busca compreender o pluralismo religioso como um dado de princípio ou de direito. Na verdade, as riquezas da experiência de Deus vividas e partilhadas no espaço da alteridade são também nutrientes fundamentais para a ampliação de horizontes religiosos. São experiências relevantes não apenas para quem as vive, mas também para quem participa da arriscada mas essencial travessia dialogal.

Faustino Teixeira

 

[1] Expresión de Paul Ricoeur, utilizada per David Tracy en su artículo: «Para além do fundamentalismo e do relativismo», Concilium 240/2 (1992) 122. La «segunda ingenuidad» sería poder redescubrir las tradiciones: su belleza y verdad y a la vez descubrir a los otros en su diferencia y verdad. El autor indica que ante la pregunta sobre la posibilidad de articulación entre el respeto a la verdad de su propia tradición y la apertura genuina a los otros, la respuesta solamente puede ser positiva porque en caso contario todos estarían «perdidos en un Estado hobbesiano de guerra de todos contra todos», Ibíd., 22.

[2] Tracy, David, «Para além do fundamentalismo e do relativismo», 121. Schillebeeckx afirma que el camino indicado es el que evita tanto el absolutismo como el relativismo. En esta línea de reflexión, se afirma una identidad cristiana que «reconoce y respeta la identidad religiosa de los otros, recoge los retos que vienen de las otras religiones y, a su vez, cuestiona igualmente estas últimas», con la afirmación del propio mensaje. Cf. Schillebeeckx, E., Umanita, 217. Véase igualmente Küng, Hans, Projeto de ética mundial, 177.

[3] Geffré, «La singularité du christianisme», 352. Id., «La place des religions», 88-89. Para Schillebeeckx, en «el anuncio y la práctica del Reino realizado por Jesús» encontramos el fundamento para mantener simultáneamente la unidad y unicidad del cristianismo y la apertura a las otras religiones. Así, el cristianismo se encuentra «esencialmente unido a una insuperable “particularidad histórica” y, en consecuencia, a una regionalidad y limitación». Umanità, 218. Posición defendida igualmente por Duquoc, Um Dio diverso, 137.

[4] Ricoeur, Em torno ao político, 189. Para este autor, en la idea de «vaciamiento» de Dios en Jesucristo, tal como se indica en la carta a los Filipenses, hay implícita la destitución «de manera total e irreversible de toda pretensión autoritaria de cualquier potencia eclesiástica (...). Basándonos en esta misma fe en el Dios totalmente otro –otro de mí, evidentemente, pero también otro de todas mis representaciones– podemos confesar que su alteridad se ha revelado y se revela todavía más allá por medio de otras Escrituras», Ibíd., 189-190.

[5] Knitter, Nessun altro nome?, 127.

[6] Torres Queiruga, O diálogo das religiões, 21.

[7] Geffré, «A fé na era do pluralismo», 67.

[8] Cf. en particular la singularidad de los análisis de J. Dupuis, M. Amaladoss, A. Torres Queiruga, C. Geffré y E. Schillebeeckx, presentados en páginas anteriores de este mismo trabajo.

[9] Schillebeeckx, Umanità, 217.

[10] Geffré, «A fé na era do pluralismo religioso», 68.

[11] Geffré, «La singularité», 363.

[12] Diálogo y Anuncio 68-71 (lo que el documento llama «las modalidades del anuncio»).

[13] Duquoc, C., «Signes d’espérance dans l’Église et la mission», Spiritus 132 (1993) 255. Para Schillebeeckx, una teología de la misión debe tener en cuenta hoy día no sólo la singularidad y a la vez la limitación histórica del cristianismo sino también la conciencia de la acción salvadora de Dios en la historia humana. Así, la Iglesia, sin perder su lugar relevante, pasaría a un «segundo plano aunque no un plano sin importancia». Es decir, asumiría su vocación esencial de realidad des-centrada de sí y con-centrada en el Reino de Dios, asumiendo el seguimiento de Jesús y la praxis de Reino. Cf. Umanità, 240.

[14] Como muy bien indica Diálogo y Misión, «en la óptica cristiana, el agente principal de la conversión no es el ser humano, sino el Espíritu Santo. (...) El cristiano es el simple instrumento y colaborador de Dios» (DM 39). En el proceso de conversión, «prevalece la ley suprema de la conciencia, porque nadie debe ser forzado a actuar contra su conciencia. Pero tampoco nadie debe ser privado de actuar de acuerdo con la propia conciencia, principalmente en el campo religioso» (DH 3 y DM 38).

[15] Geffré, «La mission comme dialogue de salut», 205. Id., «Le dialogue...», 116; Dupuis, «L’Eglise, le Regne...», 341; Arinze, Francis, A la rencontre des autres croyants, 76-77; Amaladoss, Missão e inculturação, 47-60.

[16] Geffré, «Paul Tillich...», 13.

[17] Sin romper con la dinámica de la proclamación explícita de Jesús, los obispos asiáticos indicaron que la primera y fundamental llamada hecha a las iglesias del Asia era «una proclamación por medio del diálogo y de los hechos». Para ellos, «proclamar a Cristo significa en primer lugar vivir como él, en medio de los cercanos y vecinos que no tienen la misma fe y no son de la misma confesión ni convicción, y, por la fuerza de su gracia, hacer lo que él hizo». Cf. FABC, «O que o Espírito diz às Igrejas», 42. En una línea parecida de reflexión, el teólogo A. Torres Queiruga afirma que el énfasis prioritario del diálogo no debe recaer en la figura de Jesús de Nazaret «sino en su propuesta reveladora y salvadora. Es en ella donde ha de mostrarse el peso de la propia convicción y ofrecer al otro la posibilidad de verificarla» (Del terror de Isaac al Abbá de Jesus, 317).

[18] Moltmann, Jürgen, Dio nel progetto del mondo moderno, Brescia: Queriniana 1999, 230-231. Id., «Pentecostes e a teologia da vida», Concilium 265/3 (1996) 143-155.

[19] Amaladoss, «O pluralismo das religiões, 104. Cf. también DA 41. En el horizonte de una perspectiva dialogal cristiana, la conversión y el aumento numérico de la comunidad cristiana no pueden ser el objetivo fundamental. Lo tienen que ser, como ya subrayó J. Dupuis, «el enriquecimiento mutuo y la comunión en el Espíritu con los que no comparten nuestra fe». Cf. «Diálogo interreligioso», 232 y 234.

[20] Paulo Ayres MATTOS. Para uma teologia ecumênica das religiões no Brasil. Tempo e Presença, v. 25, n. 332, Rio de Janeiro, 2003, pp. 12-15 (aqui 14).

[21] Ibidem, p. 15

[22] Wesley ARIARAJAH. La biblia y las gentes de otras religiones. Santander: Sal Terrae, 1998, p. 114.

[23] Edward SCHILLEBEECKX. Umanità la storia di Dio. Brescia: Queriniana, 1992, p. 193.

[24] Roger HAIGHT. Jesus, símbolo de Deus. São Paulo: Paulinas, p. 485.

 

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Fausto Ferrari

Religioso Marista
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